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Capítulo 1: Capuleto. Mi mafia eres tú

Capítulo 1: Capuleto. Mi mafia eres tú

El despertar

Ni frío ni calor, templanza.

Sí, eso era, así me encontraba, arropada en un estado de templanza.

Mi estómago se revolvía y protestaba.

Estiré brazos y piernas, los sentía entumecidos, sin fuerza.

Un suave bamboleo me acunaba y el aroma a sal picaba en el fondo de mis fosas nasales.

Moví el cuello hacia un lado y contraje la cara en un gesto de dolor. La nariz. Recordé el cabezazo, la habitación de hotel y aquella voz que ahora no estaba segura de si había sido producto de una jugarreta mental fruto de la droga.

Alcé los dedos y, sin poder abrir los párpados, tanteé con suavidad el tabique nasal. Alguien me lo había curado, tenía un apósito que lo cubría. No parecía roto, con seguridad, se trataría de una buena contusión.

No era la primera vez que me llevaba un golpe entrenando. Solían ser bastante escandalosos.

Lamí los labios resecos, tenía sed. Mi cuerpo necesitaba liberar lo que fuera que me habían administrado. Los movimientos que podía ejercer no eran fluidos, sino pesados, tardaría un buen rato en estar en plenas facultades. Sin embargo, tenía que moverme y evaluar mi estado general.

No estaba atada, lo cual podía ser tan buena señal como mala.

Si no lo habían hecho era porque, quien fuera que me retuviera, disponía de los medios suficientes como para que no le resultara un peligro. Nadie sería tan bobo de tener un rehén al que darle total libertad.

Abrir los ojos del todo me costó cinco minutos.

Me encontraba tumbada, en una cama cómoda, el espacio no era gigantesco, pero sí grande. El mobiliario se veía de calidad y todo estaba recubierto de madera pulida y brillante.

Mi estómago volvió a dar una voltereta. Tuve la necesidad de ponerme en pie y vaciar el contenido en alguna parte.

Todo bailoteaba a mi alrededor. Apoyé los pies en el cálido suelo.

Apenas lograba contener lo que mi estómago quería arrojar. Eché mano de una papelera y vacié el contenido de mis tripas hasta que solo quedó un ardor sordo en mi esófago.

Escupí los restos y descubrí un botellín de agua sin abrir encima del escritorio. No me fiaba de lo que pudiera contener después del incidente con la copa de champagne.

Decidí que era mejor aguantar y comprobar si estaba encerrada. El lugar era un camarote. No me había asomado a la ventana tipo ojo de buey, que estaba cubierta por un estor circular, pero si la hubiera alzado, con total seguridad, habría visto el mar.

Llegué a la puerta y, contra todo pronóstico, la maneta no opuso resistencia. Asomé la cara. No vi a nadie fuera, solo un largo pasillo que daba continuidad a la madera de la habitación.

La embarcación dio un bandazo en cuanto salí al exterior del cuarto.

Mi hombro impactó contra el lateral de la pared y un gruñido se formuló en mis cuerdas vocales. El espacio no era muy ancho, apenas dos metros, si llegaba.

Tenía que centrarme y entender qué estaba ocurriendo.

Extendí los brazos de lado a lado para mantenerme en pie y no caer rodando.

Me topé con una puerta a la derecha y la abrí con sigilo. No sabía qué podía aguardarme tras ella.

Un baño.

Respiré aliviada, era justo lo que necesitaba. No sabía si el agua era potable, por lo que me limité a enjuagar la boca sin tragar. Expulsé el regusto ácido y aproveché para vaciar la vejiga.

Seguía con el albornoz puesto. Algunas manchas de sangre seca rompían la blancura del suave rizo. Me levanté de la taza, tiré de la cadena por inercia, maldiciéndome por dentro porque alguien podría haberlo oído. Aguardé unos instantes apoyando la oreja contra la hoja de madera de la puerta. Nada de carreras que dieran la voz de alarma. Mejor.

Me coloqué frente al lavamanos y observé mi reflejo.

Estaba hecha un desastre. La cara se me había inflamado bajo los ojos, la tenía amoratada y el pelo parecía un nido de pájaros.

Como ya había observado, alguien me había curado la nariz. A pesar de ello, un cúmulo de pequeñas costras sanguinolentas taponaban parte de los orificios.

Los limpié con suavidad. Tras despejarlas con papel humedecido, pasé las uñas por mi pelo buscando una imagen más presentable.

¿Quién era el o la responsable de esto?

Mi mente mandó un nombre que descarté de inmediato. No, no y no. Me negaba a hacer caso a aquella voz que me susurraba un nombre tan concreto que me desestabilizaría del todo.

Era imposible, mi subconsciente me la había jugado porque ansiaba ponerle rostro a aquellas palabras que no recordaba.

Me refresqué un poco más, a ver si así podía despejarme por completo. Necesitaba mis cinco sentidos para enfrentarme a lo que viniera.

Fuera quien fuera el que me había mandado a aquella sicaria de pacotilla, me quería con vida, si no, ya habrían acabado conmigo.

La embarcación volvió a hacer un gesto brusco que me llevó a aferrarme con todas mis fuerzas al lavamanos. El mar estaba tan convulso como yo.

Por la mañana, sopló más viento del habitual y, ahora, mucho me temía que lo hacía con más fuerza. Solo esperaba que no se desatara un temporal. Lo que me llevaba a la siguiente pregunta: ¿cuánto tiempo había pasado?, ¿una hora, dos, cinco desde que saliéramos de la isla?

No era la primera vez que montaba en barco, por lo que sabía que estábamos en movimiento, lo que no tenía ni idea era de hacia dónde.

Volví a ojearme para infundirme valor. Lo primero era hacerme con el entorno, y lo segundo buscar algo con lo que poder defenderme.

En el baño no había nada más allá del papel higiénico, o la alcachofa de una ducha anclada al techo. Con ambos elementos descartados, me adentré de nuevo en el pasillo.

En la siguiente puerta, se filtraba luz por debajo. Me la salté y fui directa a la escalera que subía. Pasé de las dos entradas que encontré más allá.

Subí varios peldaños hasta alcanzar la siguiente planta.

Al llegar, me encontré con un amplio salón con varios sofás, una pantalla gigante, mueble bar y salida a una terraza exterior con jacuzzi.

Yate y superlujo iban de la mano en aquella embarcación. El oleaje era intenso, no me había equivocado, estábamos navegando y ya se escuchaba el rugido de algún que otro trueno.

El lugar se encontraba desierto, tendría que aventurarme y dar con una posible arma, un teléfono o información que despejara la incógnita que taladraba mi cabeza.

Me puse a abrir y cerrar cajones como una loca.

Por la escasez de enseres y objetos personales, diría que el barco no pertenecía a alguien concreto, tal vez fuera de una empresa dedicada al alquiler de embarcaciones. ¿Lo habrían hecho con el único fin de sacarme de Santorini?

Varios pasos resonaron en la escalera que conducía al siguiente nivel del barco.

Cerré con cuidado el mueble en el que estaba hurgando y me agazapé detrás de uno de los sofás, con la esperanza de no ser descubierta.

Dos personas murmuraban. Solo una de las voces me sonaba, porque pertenecía a la misma que, debido a mi insensatez, dejé entrar en la villa.

El tono de ella era entre molesto y enfadado.

—Tienes que descansar, el médico te ha dicho que la bala no alcanzó ningún órgano vital, pero que necesitas reposo.

—Ya sabes que no me gusta estar quieta —protestó enfurruñada. Si hubiera tenido mi pistola, ya vería lo quieta que podía estar—. Todavía no me explico cómo tuvo la fuerza suficiente como para hacerme perder el control. Tendrías que haberla visto, era como una pantera. —Sonreí para mis adentros—. Con la cantidad de droga que inyecté en la botella, era como para tumbar a un mamut y, sin embargo…

—Te dio guerra —finalizó el hombre.

—Más que eso. El jefe tenía razón. No atendía a razones, ni siquiera quiso escucharme para que pudiéramos salir sin luchar. Menos mal que le puse el opiáceo, que si no…. —Jefe, ¿había dicho jefe? Blanco y en botella, mi captor era un hombre.

—No lo cuentas —terminó por ella la frase.

Asomé un poco la cara para verlos.

Él iba vestido de marinero de riguroso blanco y con algunos galones adornando el traje. ¿Sería el capitán del barco? Lo descarté de inmediato, demasiado joven, tal vez fuera un oficial. Su atención estaba más centrada en la mujer que tenía delante que en la tormenta que se estaba fraguando o en la embarcación.

La falsa camarera se había cambiado de ropa. Llevaba el brazo suspendido en un cabestrillo y una falda amplia de color beige le cubría las piernas.

Él la arrinconó contra una pared para besarla.

—¿Qué haces? —le riñó coqueta.

—Celebrar que sigues con vida. No me digas que no estás cachonda. Cuando uno se ve al borde del acantilado, dicen que te entran muchas ganas… —murmuró cerca de sus labios.

—Yo no he estado en ningún acantilado.

—Era un decir, mujer…

—¡Quita! —Lo empujó con la mano libre—. Lo que estoy es dolorida. —Él no cejaba en el intento de que le hiciera caso.

—Necesitas pensar en otra cosa, nena, no te hagas la estrecha, que sé que lo deseas.

La mano masculina alzó la falda y acarició la piel hasta llegar a la entrepierna femenina.

—Ahora no, Luciano. —Usó acento italiano para convertir la ce en che—. No es el momento. Tengo que ir a ver cómo se encuentra la invitada. —«¿Invitada?», resoplé para mis adentros, más bien, rehén.

—Si la fiera te ve abriendo la puerta, seguro que te mata de un zarpazo, ¿por qué no va otro?

—¿Quién? ¿Tú? —preguntó molesta. Él se encogió de hombros—. No me hagas reír, lo tuyo es ayudar en la cabina, no sabrías cómo reaccionar si te atacara.

—Puede ser peligrosa.

—Puede, pero la droga sigue en su torrente sanguíneo, si está despierta, es imposible que se encuentre en plenas facultades. Y lo único que tengo que hacer es comprobar sus constantes vitales.

—Las tuyas son húmedas y cachondas —murmuró el tipejo, besándole el cuello. Por el movimiento de la mano, la estaba penetrando. Ella resolló.

—Dejémoslo para luego, por favor. —Ella consintió que él le diera un beso profundo que duró un minuto largo, y a mí me sirvió para decidir mi próximo movimiento.

—Te acompaño a la visita, que no quiero que te hagan daño. El puente de mando está controlado.

—No quiero que te metas en problemas por mi culpa.

—Tranquila, nena, no lo haré. Será solo un momento, y si preguntan, diré que me dio un apretón, que lo del mareo ya no cuela.

—Eso sería el colmo de un marinero, que después de tres años, siguiera mareándose.

—A mí lo único que me marea es una botella de tequila y lo que hay entre tus piernas. —Ella rio bajo.

—Anda vamos, Romeo. —El mote me estrujó el corazón, que por algún extraño motivo seguía latiendo.

Se encaminaron a la escalera y yo salí de mi escondite, decidida a lo que iba a hacer.

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13 Replies to “Capítulo 1: Capuleto. Mi mafia eres tú”

  1. hhmmm…. pinta muyyyyy bien!!! ❤️👏🏻❤️
    pero sigues sin darnos ni una mísera pista de quién está detrás de todo este embrollo…..
    que ganitasssss de seguir leyendo!!!! menos mal que ya no falta tanto……

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